viernes, 25 de abril de 2008
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha
by Joss
Que trata de la condición y ejercicio del
famoso hidalgo don Quijote de la Mancha
CAPÍTULO I
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un
hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más
vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, y
algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della
concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mesmo, y los días
de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa un ama que pasaba de los
cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el
rocín corno tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de
complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir
que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que
deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana.
Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la
verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del
año), se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el
ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino
en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en
que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan
bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas
intricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y
cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se
hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura. Y también
cuando leía: ...los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os
hacen merecedora del merecimiento miento que merece la vuestra grandeza.
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara
para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se
imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el
cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la
promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al
pie de la letra corno allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera y aun saliera con ello, si otros
mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura
de su lugar (que era hombre docto, graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero,
Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía que
ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano
de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo, que no era caballero
melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en
claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro, de
manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de
encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y
disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella
máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el
mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el
Caballero de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y
descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto
a Roldán, el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la
Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella
generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él sólo era afable y bien criado. Pero,
sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo, y robar
cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su
historia. Diera él por dar una mano de coces al traidor de Galalón, el ama que tenía, y aun a su
sobrina de añadidura.
En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en
el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el
servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo
a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes
se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde
acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado, por el valor de su
brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda, y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado
del extraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que
hizo ftie limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de
moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo
mejor que pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión
simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que,
encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era
fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y
en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con
que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, la tornó a hacer de nuevo poniéndole
unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza, y sin
querer hacer una nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.
Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de
Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid
con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría, porque (según se
decía él a sí mesmo) no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese
sin nombre conocido, y así, procuraba acomodársele de manera que declarase quién había sido antes
que fuese de caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón, que
mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, corno
convenía a la nueva Orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después de muchos nombres
que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a
llamar Rocinante, nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue
rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mesmo: y en este pensamiento
duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote; de donde, como queda dicho, tomaron
ocasión los autores desta tan verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y no Quesada,
como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con
llamarse Arnadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria por hacerla famosa, y se
llamó Amadís de Gaula, así quiso, como. buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y
llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la
honraba con tomar el sobrenombre della. Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto
nombre a su rocín, y confirmándose a sí mesmo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino
buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y
sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él:
-Si yo por males de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante,
como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por
mitad del cuerpo, o finalmente le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado y
que entre y se hinque. de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde, y rendido: «¡Yo
señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular
batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me
presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante!»?
¡Oh, cómo se holgó nuestro caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a
quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza
labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se
entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser
bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del
suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso,
porque era natural del Toboso, nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos
los demás que a él y a sus cosas había puesto.
Que trata de la condición y ejercicio del
famoso hidalgo don Quijote de la Mancha
CAPÍTULO I
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un
hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más
vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, y
algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della
concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mesmo, y los días
de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa un ama que pasaba de los
cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el
rocín corno tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de
complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir
que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que
deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana.
Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la
verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del
año), se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el
ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino
en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en
que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan
bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas
intricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y
cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se
hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura. Y también
cuando leía: ...los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os
hacen merecedora del merecimiento miento que merece la vuestra grandeza.
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara
para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se
imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el
cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la
promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al
pie de la letra corno allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera y aun saliera con ello, si otros
mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura
de su lugar (que era hombre docto, graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero,
Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía que
ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano
de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo, que no era caballero
melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en
claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro, de
manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de
encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y
disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella
máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el
mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el
Caballero de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y
descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto
a Roldán, el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la
Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella
generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él sólo era afable y bien criado. Pero,
sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo, y robar
cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su
historia. Diera él por dar una mano de coces al traidor de Galalón, el ama que tenía, y aun a su
sobrina de añadidura.
En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en
el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el
servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo
a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes
se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde
acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado, por el valor de su
brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda, y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado
del extraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que
hizo ftie limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de
moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo
mejor que pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión
simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que,
encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era
fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y
en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con
que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, la tornó a hacer de nuevo poniéndole
unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza, y sin
querer hacer una nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.
Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de
Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid
con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría, porque (según se
decía él a sí mesmo) no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese
sin nombre conocido, y así, procuraba acomodársele de manera que declarase quién había sido antes
que fuese de caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón, que
mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, corno
convenía a la nueva Orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después de muchos nombres
que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a
llamar Rocinante, nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue
rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mesmo: y en este pensamiento
duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote; de donde, como queda dicho, tomaron
ocasión los autores desta tan verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y no Quesada,
como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con
llamarse Arnadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria por hacerla famosa, y se
llamó Amadís de Gaula, así quiso, como. buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y
llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la
honraba con tomar el sobrenombre della. Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto
nombre a su rocín, y confirmándose a sí mesmo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino
buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y
sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él:
-Si yo por males de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante,
como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por
mitad del cuerpo, o finalmente le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado y
que entre y se hinque. de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde, y rendido: «¡Yo
señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular
batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me
presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante!»?
¡Oh, cómo se holgó nuestro caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a
quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza
labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se
entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser
bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del
suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso,
porque era natural del Toboso, nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos
los demás que a él y a sus cosas había puesto.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
4 comentarios:
Err...espero que esto sea como homenaje a la literatura en el Día del Libro...
Pues mira, si ha coincidido es de chiripa.
Se trataba de una fina ironía de las mías...
Eso sí que no se lo podemos negar, al menos yo no puedoorrrr...
Publicar un comentario